Un ejercicio certeauniano

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Me asignan un apartamento precioso en el centro occidental de Pequín: “vas a tener unas vistas apasionantes”, me dicen. Veo la ciudad desde el 24* piso. Sé que hay gente abajo porque son los que conducen los coches inverosiblemente atascados en la avenida, abajo, al final de la tarde; son esos coches que producen el smog que sube y, algunos días, no me permite ver las puntas de los rascacielos, incluso de los más cercanos. Los vidrios de las enormes ventanas tienen triple capa de protección anti-ruido, por lo que no me llega el ajetreo de la calle, las bocinas, las voces. Miro y tengo que buscar señales de que estoy del oto lado del mundo. Podría estar en Londres, en París, en Madrid. Los centros modernos son similares en su arquitectura fría y ostentosamente acristalada. Encuentro, abajo, tejados celestes. No las había visto antes. La vista es realmente apabullante y sé que si cierro los ojos y me concentro, cuando los abra, puedo jugar a que estoy Nueva York, DF o San Pablo. Pero ahora tengo tejados celestes y los tejados celestes son de Pequín.

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