Karl Ove Knausgaard

Identidad y ficción: algunas semejanzas entre la obra de Ferrante y Knausgaard

Algunas comparaciones pueden parecer descabelladas, pero la cercanía, algo nebulosa y desencajada, entre la saga de La amiga estupenda, de Elena Ferrante, y la saga de Mi vida, de Karl Ove Knausgaard, trae a colación el interés contemporáneo por los límites de la privacidad y, tal vez de un modo relacionado, lo que compone la identidad en un mundo fragmentado, además de las fronteras tan flojas entre la realidad y la ficción. Esas dos obras abordan esos temas de modos muy diversos, e incluso opuestos.

Por un lado, Elena Ferrante es un pseudónimo, en sí una ficción, y la narradora de las tres novelas que componen la saga hasta ahora también se llama Elena, aunque no Ferrante. La cercanía de la narración, más allá de la primera persona, nos hace leer la ficción como una biografía. Puede ser una estrategia, un juego, como lo hace también con su nombre y el misterio detrás de su vida real. ¿Será Elena Ferrante la misma Elena Greco?, de no ser así, ¿por qué la elección del nombre de la narradora igual al de la escritora?. ¿Es Elena Ferrante realmente una mujer o puede ser un hombre? ¿Es La amiga estupenda ficción o realidad, o una mezcla de ambas? La autora no lo aclara, no sabemos nada de su vida, y solo quedamos con una sensación de que lo que hemos leído no puede ser puro artilugio. Es una realidad demasiado cruda, demasiado vivida para ser ficción.

Por otro lado, con Knausgaard ya sabemos que estamos leyendo la historia de su vida, aunque sepamos que es imposible recordar tanto y con tantos detalles. En los tres tomos que han salido hasta ahora en inglés (dos en castellano), los detalles más absurdos e innecesarios nos muestran la construcción ficcional dentro de una historia biográfica, incluso cuando ese modo de evocar sensaciones, hechos, recuerdos, con una superabundancia de datos desordenados, nos hace plantear, además de la pregunta obvia de hasta qué punto lo que leemos es ficción o realidad, una aún más compleja: ¿lo que leemos con tanta avidez es literatura?

En ambos la realidad se presenta como la crudeza del sufrimiento; las heridas más tempranas e, incluso, las aparentemente insignificantes, a las que inicialmente se dice “eso pasará, con el tiempo se olvida”, resurgen en los momentos más inusitados y muestran un arrastre involuntario en la piel, en la formación de la identidad de los narradores. Y aquí encontramos otro punto en común entre ambas obras: la búsqueda de la identidad.

El contexto histórico-social, la familia y su dinámica, ciertas predisposiciones personales del carácter, quizás incluso la suerte, todo eso compone la identidad. Tanto Knausgaard, en una ciudad en la costa sur de Noruega, como Ferrante, en Nápoles, sur de Italia, ambos lejos de la capital, describen su infancia y como su entorno ha marcado la percepción que tienen del mundo. Esta, con la aridez de la pobreza urbana y violencia a menudo innombrable de la mafia, aquél, con mejor suerte, con la naturaleza exuberante y los pequeños dramas de una clase media que se distendía en el país en los años 1970.

Para Elena, la narradora en La amiga estupenda, la fuerza de ese entorno se presentará en un tira y afloja como la misma esencia de su identidad, que se construye en un ir y venir entre sus orígenes y sus anhelos intelectuales. Por eso, su contrapunto en la historia, Lila, es la que no duda en volver al barrio cuando hace falta, porque ella no se aleja realmente de esos orígenes, sino que crece embebida de aquellos valores, esté donde esté. Elena, al contrario, tiene que recrearse y buscar otros valores que se adecuen a sus ambiciones. Cree haberlos encontrado en el matrimonio, pero las contradicciones de una rutina mediocre de ama de casa, comparada a sus expectativas de escritora que pasa a formar parte de una familia de grandes intelectuales, la hace volver una y otra vez a repensar la esencia de su identidad, su madre y la maternidad que le toca a ella misma, la culpa por el destino de la hermana que reproduce las relaciones infelices con hombres violentos, su propia indecisión entre un matrimonio tibio y seguro y un amor loco con un hombre inestable pero que conoce sus raíces del barrio pobre, de donde él también había salido.

En el caso de Knausgaard, la relación conflictiva con un padre autoritario e imprevisible, cuya presencia desencadenaba, en la misma medida, espanto, miedo y admiración, es el hilo conductor de los tres primeros libros y también la motivación inicial de la escritura, como lo ha declarado el autor en entrevistas. Ello definirá, muy a su pesar, la identidad de ese narrador que se encuentra en una edad parecida a la de su padre cuando empezó a beber y a suicidarse lentamente (como el autor también ha dicho), y se pregunta sobre el sentido de la vida, con su rutina tediosa y sus pequeñeces. En el primer libro, es la muerte del padre el centro de la narrativa y, a la vez, lo que va moldeando los meandros de la identidad del yo-narrador-escritor. En el segundo libro, Karl Ove se convierte en padre y busca en su relación con su mujer e hijos no reproducir las miserias de la relación con su padre. En el tercer tomo, el narrador cuenta su infancia llena de miedo en los momentos en los que el padre estaba en casa y, cuando no estaba, su comportamiento pautado por la presencia en la ausencia. Esa relación de miedo y sumisión se empareja con la necesidad que él tiene de ser apreciado por los compañeros, por sus profesores, como supliendo la ausencia de afecto del padre, aunque, tristemente, tampoco logra encontrar ese afecto entre sus pares.

En ambos casos, hay una desconexión con lo que conforma la misma identidad de esos narradores, un desarraigo, una lejanía, que parecen generar la incomodidad desde la cual nace la escritura.

Es llamativa también la similitud en una de las temáticas que permean el segundo tomo de Knausgaard, Un nombre enamorado, y el tercer tomo de Elena Ferrante, Las deudas del cuerpo. Se trata de la necesidad de escribir que se ve coartada por las obligaciones de la rutina familiar. Elena, después del éxito de su primera novela, se ve presionada a seguir escribiendo pero el rol tradicional de madre y de ama de casa no le permite hacerlo, mientras su marido, joven académico, se encierra en su despacho y no hace más que escribir. Karl Ove pone al descubierto su incomodidad ante los nuevos roles del hombre en el cuidado de la casa y de los hijos y, a su vez, la dificultad de satisfacer esos roles y satisfacerse individualmente y realizarse como escritor. Ser escritor/a es la meta que ambos se imponen como clave de su identidad o de su modo de relacionarse con el mundo. Escribir les permite sobreponerse a los percances de la más temprana edad y crear un nuevo yo, una nueva identidad. Como la tarea de escribir debe encajarse en una rutina llana y, a menudo, poco flexible, se presenta también como un reto, cuando no un suplicio, que deben afrontar para encontrar la única salida hacia la completitud de su identidad fragmentada.