Simone Weil

Simone Weil y la necesidad de echar raíces

Cuando T.S. Eliot dijo que debíamos de tener paciencia con Simone Weil, después que él hubiese leído toda su obra, no estaba exagerando. En un primer contacto, que es lo que he tenido hasta ahora (y solo escribo esto como ejercicio de lectura, más que como reseña o opinión definitiva sobre su texto), paciencia es la palabra clave. Su optimismo, aunque tierno y embebido de la lectura de Saint-Simon, Marx y Rousseau (además de Jacques Maritain, como ella misma dice), sorprende por dos lados: por uno, que alguien que vivió la aspereza del trabajo la industria metalúrgica, que se aventuró por la Guerra Civil Española, que quiso no solo teorizar sobre las necesidades de los trabajadores y de los más necesitados, sino también vivirlas en su propia piel, pudiese mantener esa esperanza y una mirada incorruptible sobre el corazón humano; por otro, que después de tantos años, muchas de sus apreciaciones sobre el trabajo y la miseria que éste trae a tanta gente y también sobre la educación y sus designios sigan siendo actuales.

Quizás leerla hoy día, después del fracaso de los países socialistas, del descaso por la vida espiritual (laica o religiosa), del fracaso de la educación y, en buena medida, incluso del Estado de bienestar, nos pone un poco ante un texto casi histórico, sin relación viva aparente con el presente. En ese sentido, todo lo que ella supone ser universal, como las necesidades del alma (entre ellas, la necesidad de arraigo), pierden fuerza y validez ante los sinfín de contraargumentos que podemos presentarle.

No obstante, lo que más me interesa en su texto, y el motivo por el cual lo he leído, es la cuestión del arraigo, de echar raíces, como el dice el título en castellano. En francés, enracinement, se refiere tanto al hecho de arraigarse como al de asimilarse e integrarse, y eso resulta bastante interesante. Pero el desarraigo de que ella habla es bastante similar a la alienación de los medios de producción de la que habla Marx. Es difícil encontrar los límites, las diferencias entre uno y otro término. Para ella, el desarraigo también ocurre mediante la dominación económico-cultural o territorial y ella se centra esencialmente en el proletariado y sus problemas. Incapaz de realizarse espiritualmente en el trabajo, el  hombre se desvincula de su entorno y de la historia porque es incapaz de aprehender el mundo que lo rodea. Ese es, en esencia, el desarraigo del que habla Simone Weil.

No obstante, su definición de arraigo es bastante interesante y es lo que aquí nos interesa:

«Tener raíces es quizás la necesidad más importante y menos reconocida del alma humana. Es la más difícil de definir. Un ser humano tiene raíces en virtud de su participación real, activa y natural en la vida de una comunidad que conserva en su forma viva ciertos tesoros específicos del pasado y ciertas expectativas específicas para el futuro.» (p. 43)

Hay en esa definición tres componentes esenciales: 1) el hecho de que el arraigo es una necesidad humana; 2) que es una relación entre el individuo y una comunidad; y 3) la relación entre el pasado y el futuro. En tanto necesidad humana, la clave es la universalidad; no importa la raza, nacionalidad, sexo, el arraigo forma parte de la constitución del hombre en su plenitud y su ausencia representa para el espíritu lo que el alimento representa para el cuerpo.

El segundo componente es específicamente político. No obstante, por un lado, la relación entre el individuo y su comunidad puede no ser siempre sana. Tomemos el ejemplo del que más habla Simone Weil, que es la sociedad francesa bajo el gobierno de Vichy, o cualquier comunidad subyugada, como es el caso de las dictaduras en España o América Latina o los regímenes autoritarios de Oriente Medio que expulsaron a tantos intelectuales hacia Europa, Estados Unidos o a cualquier sitio donde pudiesen pensar y escribir libremente (otra necesidad humana de la que habla Weil). Por otro, incluso en una sociedad que cuida a sus miembros, como la más utópica que puede suponer Weil (y ella, de hecho, supone que existiría o existirá), un individuo puede, por necesidades personales (de aventura, de trabajo -y más aún en los días de hoy-, de relaciones íntimas), cambiar de país, de ciudad, es decir, dejar atrás su comunidad de origen con todo lo que eso implica. ¿Cómo se satisface, en esos dos casos, la necesidad de echar raíces? En el primer caso, eso va más allá de las capacidades de un individuo, no depende de él e, incluso, puede no haber solución en toda su vida. ¿Es posible, entonces, crear nuevas raíces y olvidarse del lugar donde uno ha nacido o crecido? De ser posible, ¿cuáles son las consecuencias para el individuo? Por las implicaciones de enracinement que mencionamos antes, parecería que la asilimación sería similar al arraigo, pero eso propondría nuevos desafíos a la cuestión de la identidad, algo que Weil no aborda.

Finalmente, la comunidad como receptáculo de la historia que da continuidad a la vida de un individuo es uno de los aspectos más interesantes del abordaje de Weil. El desarraigado no tiene vínculos históricos con la comunidad que lo acoge y, por ende, su identidad se encuentra fragmentada. Esa forma de alienación es la que tiene consecuencias más devastadoras para el hombre, porque no es capaz de estructurar su futuro a partir de una continuidad compartida con sus conterráneos, que les da sentido a sus acciones y a sus ambiciones. Esa fragmentación es una característica de los tiempos que corren, algunos dirán que de la posmodernidad, y quizás Simone Weil no haya vivido lo suficiente para ver una de las consecuencias de la Guerra que la tragó: el hombre se ha desvinculado de la historia, lo dice ella, y al hacerlo, se desvincula de sí mismo, pero las consecuencias de ello, y como el individuo ha logrado vivir y convivir con identidades tan fragmentadas, es una antorcha que llevamos los de esta época.