Los hombres del futuro que miren nuestro tiempo en función de las imágenes que nos hacemos y divulgamos pensarán que todos éramos muy felices y vivíamos saltando para demostrarlo. La tristeza es privada o, a veces (como mucho y con suerte), convertida en indignación política. Qué mal queda confesarse triste. Y más aún con tantos libros de autoayuda, tantos recursos disponibles. La tristeza no tiene cabida, no tiene interés, no tiene glamour, aunque la melancolía haya sido la madre de la creatividad desde el Renacimiento hasta los románticos. En el siglo XX, aunque plagado de guerras y miseria, nació el hombre que no podía ser infeliz, no solo porque siempre hay otros en peor situación que él, sino porque en el siglo de la abundancia y del acceso masificado a la información y a terapias de todo tipo, solo el descuidado es triste.
Uno podría deducir, por ende, que el antónimo de la tristeza sería la alegría. Montaigne, al final de su ensayo “De la tristeza”, dice: “Pocas veces soy víctima de esas violentas pasiones. Soy, por naturaleza, de aprehensión dura, y la curto y endurezco cada día con razones.” Contrapone la melancolía a la inteligencia, al razonamiento.
Parecería que Montaigne se había anticipado a nuestro tiempo, pero, más allá de eso, diría que nuestra subjetividad se ha dibujado en la historia a partir de lo que representó Montaigne, no solo en la filosofía, sino también en la literatura. Basta con mencionar la deuda de Shakespeare con el autor de los Essais. Tanto Montaigne como Hamlet, en su escepticismo, bucean en sí mismos, en una actividad entrañable, sufrida, de auto-conocimiento y también del conocimiento de entorno, para ensanchar el desarrollo de su carácter. Ellos se hacen más grandes a partir de sus cuestionamientos, incluso cuando se sienten disminuidos por él, cuando reconocen sus propios defectos. Y eso se ha quedado perdido bajo algún peldaño de la historia.
El hombre feliz contemporáneo a menudo no se cuestiona por detrás (o por dentro) de su fachada saltarina. La búsqueda de la felicidad se ha traspapelado con la búsqueda de la alegría, del éxito, de la capacidad de impresionar al otro que se amontona, cuantitativamente, en perfiles públicos.