Ensayos de Montaigne

Las amistades estupendas

ferrante

La amistad es una de las relaciones más complejas y ricas del ser humano. Aunque digan que es la familia que uno sí elige, eso no siempre es así. No hay amistad sin silencio, sin entrega, sin distancias, sin confidencias. Esa contradicción hace que sea uno de los regalos más preciosos que alguien puede tener en la vida. Por las buenas y por las malas.

Los amigos nos muestran el mundo, que tendría siempre el mismo tono y color si no saliéramos del seno de nuestra familia. Hay amigos que nos atan a nuestro entorno, muy a nuestro pesar, mientras que otros nos hacen ver lo que sería, de otro modo, inexistente. “La amiga estupenda”, de Elena Ferrante, habla de eso y del sufrimiento que implica pertenecer y querer dejar de pertenecer a un mundo mediocre que achata y vampiriza. Habla de encontrar una voz propia en el mundo y en la narrativa. Habla de la amistad como un amor verdadero y puro, como el que sentía Montaigne por La Boètie.

Leer también: Women on the verge, de James Wood, artículo publicado en la revista New Yorker sobre Elena Ferrante.

De la tristeza…hoy día

happy people

Los hombres del futuro que miren nuestro tiempo en función de las imágenes que nos hacemos y divulgamos pensarán que todos éramos muy felices y vivíamos saltando para demostrarlo. La tristeza es privada o, a veces (como mucho y con suerte), convertida en indignación política. Qué mal queda confesarse triste. Y más aún con tantos libros de autoayuda, tantos recursos disponibles. La tristeza no tiene cabida, no tiene interés, no tiene glamour, aunque la melancolía haya sido la madre de la creatividad desde el Renacimiento hasta los románticos. En el siglo XX, aunque plagado de guerras y miseria, nació el hombre que no podía ser infeliz, no solo porque siempre hay otros en peor situación que él, sino porque en el siglo de la abundancia y del acceso masificado a la información y a terapias de todo tipo, solo el descuidado es triste.

Uno podría deducir, por ende, que el antónimo de la tristeza sería la alegría. Montaigne, al final de su ensayo “De la tristeza”, dice: “Pocas veces soy víctima de esas violentas pasiones. Soy, por naturaleza, de aprehensión dura, y la curto y endurezco cada día con razones.” Contrapone la melancolía a la inteligencia, al razonamiento.

Parecería que Montaigne se había anticipado a nuestro tiempo, pero, más allá de eso, diría que nuestra subjetividad se ha dibujado en la historia a partir de lo que representó Montaigne, no solo en la filosofía, sino también en la literatura. Basta con mencionar la deuda de Shakespeare con el autor de los Essais. Tanto Montaigne como Hamlet, en su escepticismo, bucean en sí mismos, en una actividad entrañable, sufrida, de auto-conocimiento y también del conocimiento de entorno, para ensanchar el desarrollo de su carácter. Ellos se hacen más grandes a partir de sus cuestionamientos, incluso cuando se sienten disminuidos por él, cuando reconocen sus propios defectos. Y eso se ha quedado perdido bajo algún peldaño de la historia.

El hombre feliz contemporáneo a menudo no se cuestiona por detrás (o por dentro) de su fachada saltarina. La búsqueda de la felicidad se ha traspapelado con la búsqueda de la alegría, del éxito, de la capacidad de impresionar al otro que se amontona, cuantitativamente, en perfiles públicos.

II – De la tristeza

II – De la tristeza

Hablando de las películas de Wes Anderson, Michael Chabon ha dicho:

El mundo es tan inmenso, tan complicado, tan repleto de maravillas y sorpresas, que la mayoría de la gente tarda años en comenzar siquiera a darse cuenta de que está, además, irrevocablemente roto. Llaman a ese período de búsqueda la “infancia”.

A eso sigue un esquema de renovadas interrogaciones, a menudo involuntarias, sobre la naturaleza y los efectos de la mortalidad, entropía, decepción, violencia, fracaso, cobardía, duplicidad, crueldad y duelo:  el “buscador” aprende sus historias -y las lecciones que las acompañan- de memoria. En el camino, descubre que el mundo ha estado fragmentado desde que se tiene recuerdo de su existencia, y lucha para reconciliar ese hecho con el dolor de una nostalgia cósmica que brota, de tiempo en tiempo, en el corazón del que busca: la insinuación de una gloria desaparecida, la pérdida de una completud, la memoria de un mundo intacto. Llamaremos al momento en que ese primer dolor aparece la “adolescencia”. Ese sentimiento asombra a las personas durante toda su vida.

Todo el mundo, tarde o temprano, se vuelve especialista en “roturas”. La pregunta entonces es: ¿qué hacer con los pedazos?

I – Por distintos medios llégase a igual fin

I – Por distintos medios llégase a igual fin

Los Ensayos son una forma de autobiografía, si pensamos que la vida de ese hombre (o lo que más le gustaba de su vida) transcurría en su torre, entre sus libros y en su cabeza. Hace poco leí la “autobiografía” de Philip Roth que, con su genialidad, se escapa del género y mezcla su vida con la ficción. Al fin y al cabo, ¿quién no ficcionaliza su propia vida al contarla? No obstante, Montaigne se entrega en la suya, porque no teme afrontarse a sí mismo ni a sus eventuales lectores. Eran otros tiempos. La autoficción no era necesaria porque el sujeto aún existía en su integridad, o al menos no se le cuestionaba. El sujeto fragmentado necesita la autoficción y los narradores dudosos.

¿Se llega a un mismo fin a través de la autobiografía y la autoficción? Hoy, sí, porque la autobiografía ha perdido el componente de coraje. De hecho, esa misma palabra parece pertenecer a otros tiempos, a la época de los romanos que Montaigne adoraba.

En su primer ensayo, él dice que la misericordia puede tener la misma consecuencia que un acto de bravura. Si el coraje no tiene sentido en una época en que las relaciones están hundidas en un sinfín de miedos, la piedad es un sinsentido cuando la transitoriedad de esas mismas relaciones las convierte en prescindibles o reemplazables.

Para que exista el coraje y la piedad debe haber amor.

Otro Montaigne

Cuando empecé a leer los Ensayos, y luego de haber leído unos cuantos, lo que se me ocurría era “¿pero de qué va todo esto?”. Se trataba de un hombre del siglo XVI hablando de una cosa, de otra, sin criterio aparente; bien articulado, claro, todo un erudito, pero no me esperaba otra cosa, pero tampoco terminaba de entender el interés que tenía ese gran Montaigne. Entonces, en la casa de Fulgencio, amigo de una amiga, vi el “Montaigne”, de Stefan Zweig. Había que leerlo, me dijo.

¡Agradable sorpresa! En la segunda página, encuentro:

…mi alegría era literaria, de anticuario, le faltaba la chispa del entusiasmo apasionado, la descarga eléctrica que pasa de un alma a otra. La misma temática de los Ensayos me parecía bastante fuera de lugar y en gran parte incapaz de conectar con mi propia existencia. ¿Qué me importaban a mí, un[a] joven del siglo XX, las prolijas digresiones de sieur de Montaigne sobre la Cérémonie de l’entrevue des rois [La ceremonia de la entrevista entre reyes] o su Considération sus Cicéron [Consideración sobre Cicerón]? Me parecía escolar y anacrónico aquel zurcido de francés ya un poco ennegrecido por el tiempo con citas latinas, y ni siquiera encontraba yo relación con su suave y templada sabiduría. Había llegado demasiado pronto.

Yo también había llegado demasiado pronto, o demasiado verde. El libro de Zweig fue una introducción soberbia, un ensayo al nivel de los del mismísimo Montaigne, en tanto escritura deliciosa, sabia, además de proveerme de herramientas para leer -y disfrutar de- los Ensayos.

A veces un camino demasiado estrecho o torcido nos lleva a otro que nos despliega nuevos rumbos y encuentros. Así fue como fui a parar, sin querer, a la casa de Fulgencio. Así fue como encontré a Zweig, para luego volver a Montaigne. Algunos encuentros son así, breves, sorpresivos, pero sirven para mostrar nuestra propia pequeñez y la grandeza del mundo ajeno, de todo lo que no conocemos.