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Guerra y guerra, de László Krasznahorkai

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Michael Silverblatt empezó su entrevista con László Krasznahorkai diciendo que en una generación podemos tener la suerte de convivir con un gran poeta, uno solo, pero que el promedio aumenta un poco, solo un poco, para los narradores, y que este autor húngaro está entre los grandes de su generación. Que eso, además, venga de la boca de Silverblatt no es poco: Susan Sontag lo consideró el mejor lector que existe en Estados Unidos. En la entrevista, centrada en el lanzamiento de su libro «Seiobo there below» en el mercado norteamericano, y que aún no tiene traducción al castellano, escuchamos el Krasznahorkai debatiéndose con su inglés, pero también con sus ideas algo raras sobre la belleza, su proceso de escritura, sus creencias.

Había que leerlo.

El primer libro que encontré fue «Guerra y guerra» (Acantilado, 2009; traducción de Adan Kovacsics). ¡Qué obra más extraña y bella! Los personajes tienen algo de locos y desubicados en este mundo, como desorientados en una sociedad que no tiene espacio para su sensibilidad, anclados en valores añejos o sin lugar en los tiempos que corren. Algo como los personajes de Dostoiévsky o de Hrabal, como podemos ver aquí:

«…lo que lo caracterizaba era el rechazo a los vencedores, la incapacidad de participar en la embriaguez triunfal de nadie, no podía identificarse con la victoria, solo conseguía identificarse con la derrota, con ésta sí, desde el primer instante, es decir, se identificaba en el acto con cualquiera que hubiera sufrido un descalabro…» (p. 102)

Pero lo primero que llama la atención son sus frases que luchan por no llegar al punto final. El libro está dividido en ocho capítulos, cada uno compuesto, a su vez, por apartados de una única frase, a veces de algunas lineas, otras de páginas enteras. Decir que el libro trata de un archivero, Korin, que encuentra un manuscrito sin firma o título, algo maravilloso, y luego decide dejar su trabajo, vender su casa, para irse al centro del mundo (Nueva York) a buscar la inmortalidad de la obra (publicándola en Internet), para entonces suicidarse, es no decir nada del libro o, peor aún, es preparar el lector para la decepción. El libro no es esa historia, no es solo  una historia, sino muchas.

En la desesperación de Korin por relatar el manuscrito y su búsqueda a quien sea, en interminables monólogos en húngaros proferidos ante personas que no entienden una sola palabra, está su intento de descifrar la obra, su belleza y hechizo. Korin está siempre rodeado por el caos, siempre nadando contra la corriente. Su cotidiano es un esfuerzo sin fin, su vida carece de sentido, pero él es feliz en su búsqueda por la comprensión de la belleza. En el manuscrito, cuatro personajes aparecen y desaparecen en diferentes momentos históricos, buscando los lugares donde se valora la paz, para luego salir decepcionados ante la inminencia de una guerra. La calma siempre dura poco y es amenazada por los hechos más baladíes. La misma prosa de Krasznahorkai puede ser descrita de ese modo: un proceso tortuoso que busca desarrollarse, liberarse de sus restricciones, pero que se ve limitado por las reglas, por la necesidad de explicar. Esa lucha se ve en las repeticiones (a veces de párrafos enteros) que buscan aclarar, en las fórmulas del tipo «no, no era ése su caso, es más, podía afirmar, afirmó, que…«, tan comunes en Sebald o Bernhard, y en el narrador que se escapa y no termina de asentarse en su rol, mezclando su omnisciencia con la consciencia que Korin tiene de su historia y de su entorno. Los límites ahí no son nada claros.

Mientras me introducía en el mundo raro y resquebrajadizo de Krasznahorkai, me enteré de que él era colaborador/guionista de las dos películas de Bélla Tarr que he visto hasta ahora: «El hombre de Londres» y «El caballo de Turín». En una entrevista con el escritor, confiesa que antes de conocerlo, Tarr era un director normal, pero luego se volvió extraño. Y, la verdad, es que la narrativa de Tarr no se aleja mucho de la Krasznahorkai: esas escenas largas en las que sucede poco y nada, la escasez de cortes, los personajes desprovistos de cualquier rebuscamiento intelectual. Retratan la misma Hungría alejada del mundo, como también lo hizo Adalbert Stifter en Brigitta ya en el siglo XIX. (Hablé de esos dos aquí.)

En «Guerra y guerra», por ejemplo, el personaje necesita irse de su casa, de su pueblito húngaro en los confines del país, porque la inmortalidad no se alcanzaría allí, sino en el centro del mundo, en Nueva York. Hay una constante necesidad de movimiento, de salida de la zona de comodidad que representa estar «en casa»:

«… y a partir de entonces las cosas dejaron de ser como antes, a partir de entonces las vio de otra manera, las cosas cambiaron y el mundo empezó a mostrar, con las cosas, su contenido más aterrador, su incoherencia, su liberación en el sentido más terrorífico que pudiera imaginarse, porque Hermes, explicó Korin, significa perder la sensación de hallarse en un hogar, la sensación de pertenencia, de dependencia, de confianza, lo cual implica que de pronto aparece un factor de inseguridad en el gran conjunto y acto seguido se descubre que no, que la inseguridad es el único factor, porque Hermes significa el carácter relativo y ocasional de las leyes, el hecho de que Hermes las pone y las quita o de que les da libertad, porque de eso se trata, dijo Korin a la azafata, se trata de quien lo ve dejará de ser prisionero de metas y saberes, pues meta y saber no son más que un manto raído, para usar una expresión poética, que uno se puede poner o quitar a gusto y discreción…» (p.57)

Y quizás éste sea un buen resumen del libro.