El maravilloso mundo de Marilynne Robinson

marilynne-robinson-home

Hay novelas que, cuando una acaba de leerlas, piensa: ¿cómo quedaría su adaptación al cine? Y quizás sea mucho decir de “En casa”, de Marilynne Robinson, que solo un Terrence Mallick o una Andrea Arnold serían capaces de dirigir una película basada en ese libro. Se trata de una historia que transcurre casi en su totalidad dentro de una casa en la que viven tres personas: un padre anciano, una hija (Glory) que ha vuelto a casa después de una traumática desilusión amorosa, y un hijo problemático (Jack) que vuelve a casa después de veinte años. Es una obra llena de silencios y de acciones cotidianas: cocinar, planchar, leer un libro, extirpar las malezas del jardín, coser, limpiar, arreglar, ir al correo. No hay una trama llena de reveses, solo hay silencio y dolor en esos personajes.

Primero, está claro que la cuestión religiosa es fundamental en esa obra, pero a la vez, supera y transgrede el discurso que solemos esperar de una familia de ocho hijos; con un padre que es pastor presbiteriano, un hijo que es la oveja negra, que vuelve a casa y ayuda a cuidar a su padre anciano y enfermo. Esperamos una crítica a la hipocresía de la religión, una familia que la religión ha separado, un padre religioso que subyuga a sus hijos, un hombre revoltoso que se opondrá al padre volviéndose ateo. Desde el principio de la novela, yo pensaba: ¿qué le hará Jack de malo a su padre?, ¿llegará la policía y de repente se desvendará en qué ha estado metido todos esos años?, no puede ser que un hombre que hizo tanto daño a su familia ahora esté cuidando a su padre, ayudando a su hermana, como si nada… un hombre que ha sido definido como ladrón, traidor, mentiroso…

Entonces, me di cuenta de que todos los otros libros (o la vida misma) me habían hecho demasiado cínica para leer a Marilynne Robinson. Durante gran parte de mi lectura, yo esperaba un clímax que destrozase las buenas intenciones de Jack, que mostrase que, como él mismo advertía, él no era capaz de hacer el bien todo el tiempo. Pero ahí está la genialidad del libro: funciona como un espejo. ¿Quién es capaz de hacer el bien todo el tiempo? Estamos todos haciendo lo mejor que podemos y ello a veces es suficiente para unos, pero escaso para otros. Nos lastimamos, lastimamos a los demás, nos olvidamos, hacemos que nos olvidamos. Jack vuelve a casa y, como había intentado en toda su vida, busca hacer las cosas bien, trabaja mucho en el jardín, arregla un coche viejo, se mantiene productivo, como un buen protestante, que busca la aprobación de Dios por sus obras.

También está Glory, que ha sufrido la ruptura amorosa de su prometido, quien, al parecer, era bastante parecido a Jack en algunos aspectos: le quitó dinero, le mintió. Ella deja su trabajo como profesora (aunque le hubiese gustado seguir los pasos de su padre y ser pastora) y, de vuelta a Gilead, pueblo ficticio donde se transcurre la historia (y también el libro que la precede, “Gilead”, que recibió un Pullitzer, y luego “Lila”, su última novela), se regodea en su fracaso: esto es, su incapacidad de apreciar el carácter (o el mal carácter) de un hombre y de valerse por sí misma como mujer soltera y trabajadora. Era necesario un marido. De lo contrario, lo natural sería lo que hizo: volver a casa a cuidar a su padre, que la necesitaba. Alguien tendría que hacerlo. Ella era mujer, no estaba casada. Y su destino se ve atado a la casa familiar, aunque ella lo vea con tristeza y resignación.

Entonces llega el clímax más inesperado del libro. Jack les pregunta a su padre y a Ames, ambos pastores: ¿y la predestinación?, ¿es que un hombre está predestinado a recibir la gracia de Dios, a hacer el bien o el mal, a ser feliz o infeliz?, ¿un hombre puede cambiar? El clímax es casi un anticlímax… nadie puede contestarle. La predestinación es la gran duda, la gran cuestión del libro. Para apreciarlo tal vez uno tenga que conocer un poco de esos valores o, como es mi caso, haber leído a Max Weber ya ayuda bastante. Trabajo, gracia, predestinación: esa es la historia de Estados Unidos que también se ve plasmada allí en esas páginas. Son los años cincuenta y pronto la tradición dará lugar a la revolución. Ya se habla de los movimientos de los derechos del negro, de la elección de Eisenhower, de la televisión que cambia la rutina del hogar.

Jack no encuentra su lugar en su propia familia y los demás miembros sufren por no lograr acercarse a él y conocerlo realmente. Hay un verdadero amor filial que se despliega a diario en una voluntad de no juzgar al otro, de aceptarlo tal cual es, o incluso a pesar de lo que es. Es un amor del que se lee y se ve muy poco. Es un amor que está en una historia compartida, en los objetos de la casa, en los olores, en los silencios. Por eso “En casa” puede parecer un libro extraño.

Volver a casa es, para los dos hermanos, sentirse acogidos a pesar de todo, pero también achatados por el pasado que los encasilla en unos roles que les quedan demasiado pequeños: la oveja negra y la solterona. Pero el silencio de Jack no lo ata a un hogar en el que solo el padre se siente realmente “en casa”; el suyo es un silencio que le permite llevar una vida en común razonable mientras está allí, para que él luego retome su vida. A su vez, el silencio de Glory la ata a un destino contrario a su voluntad, pero se adapta a él, no se queja, porque está haciendo lo que se debe de hacer, pero no hay amargura en ello, solo resignación. Y aun así, “En casa” es un libro que logra mostrar cómo la felicidad se cuela por las grietas de la banalidad de lo cotidiano:

“Puede haber sido el día más triste de la vida de Glory, uno de los más tristes de la de Jack. Y aun así, dentro de todo, no había sido un mal día.”

Hamnet, de Maggie O’Farrell

No se sabe mucho de Anne Hathaway, la que fue esposa de Shakespeare. Si tan poco se sabe de él, que tuvo éxito y dinero en la capital, menos se sabrá de su mujer, que se quedó en el pueblecito cuidando a sus hijos. Normal. Pero uno se pregunta…

«Hamnet», la novela magistral de Maggie O’Farrell, lo responde con una creatividad y exuberancia infinitas, pero también una precisa documentación de hechos históricos, tanto lo que ha pasado a la Historia como lo que cuentan los testamentos, las cartas y las lápidas.

En la novela, William (cuyo nombre jamás se menciona) se sentía desconectado de su familia, que esperaba que fuera un hombre productivo, mientras que él solo quería leer y escribir. Agnes (el personaje de Anne) creció bajo la sombra y el abrazo de su madre muerta. Ella era la bruja, la que manejaba las hierbas, la curandera, la loca del pueblo que tiene de amigo a un halcón, porque le daba igual lo que dijeran de ella. Las cosas no han cambiado mucho. El padre de William transformaba en agresión la frustración por no pertenecer al grupo de consejeros del pueblo. Susanna era la hija impar, la que no pertenecía al núcleo místico de sus hermanos mellizos, ni al estilo de vida salvaje de su madre. Era hija de su padre, pero él no estaba nunca, y ella siempre estaba sola. Ella esperaba la peste que traía su padre a casa por temporadas. Hamnet pertenecía a su hermana melliza, Judith, y ella a él.

Es una novela sobre la muerte de un hijo que desbarajusta una familia. ¿Cómo no? Pero lo que más me quedó fue una pequeña (¿?) parte del relato, la historia de una mujer, Agnes, que lucha para seguir sus instintos, para parir como quiere, para vivir en comunión con su naturaleza. Otras mujeres la quieren cuerda. William acepta su misterio; no busca entenderla ni cambiarla. Quizás por eso en ningún momento dudas de que él, a pesar de no volver a casa, la quiere de verdad. Como su hermano la quería. Le gusta irse y estar sola. Adora a sus hijos, pero necesita irse de vez en cuando. Todos lo saben: ella a veces no está.

Es una novela histórica, pero también es lo que cuentan las mujeres de hoy y de todos los tiempos. La bruja que se codea con la muerte, que cura, que salva, que escucha y entiende todo lo que no se dice, que adivina el futuro apretándote la carnecita entre los dedos. Es la mujer que mete miedo.

Melville y el exilio de la palabra

Melville se fue muchas veces de su casa. No la aguantaba, estoy segura. Luego, dice Delbanco, tampoco aguantaba demasiado tiempo en el mar, ni en Europa, ni en cualquier lugar lejos de su estudio. Casi no escribía mientras viajaba, necesitaba sentarse tranquilo, quizás necesitaba silencio y algo de alcohol. Sus novelas, tan estridentes, se contraponen con el vacío de su biografía. Igualmente, Delbanco dijo mucho.

De todo lo que dijo, me quedé con que Melville se sentía un extranjero dondequiera que estuviese. Sus palabras no calaban en los lectores de su tiempo, su vida no se encajaba con las necesidades de su familia, su leal amistad no encontraba espejo con el cual dialogar. Estaba solo como su Ahab, como su Bartleby, como su Billy Budd, obstinado como todos ellos. Melville y sus autorretratos.

Pero se hartó. Se hartó de escribir novelas para ser el eterno autor de Typee y Omoo. Se hartó de que lo considerasen un raro, un loco, un desconocido. Y es que uno termina hartándose. Entonces se dedicó a la poesía. Como esta:

Art

In placid hours well-pleased we dream
Of many a brave unbodied scheme.
But form to lend, pulsed life create,
What unlike things must meet and mate:
A flame to melt—a wind to freeze;
Sad patience—joyous energies;
Humility—yet pride and scorn;
Instinct and study; love and hate;
Audacity—reverence. These must mate,
And fuse with Jacob’s mystic heart,
To wrestle with the angel—Art.
Vertida al castellano por mí, con timidez y osadía, del siguiente modo:

Arte

Soñamos, en horas plácidas de la vida,
con estructuras indómitas, desprendidas.
Pero para dar forma, vibrar el pulso, crear,
Qué cosas improbables se deben aunar:
Llama candente – gélido viento;
Melancólica paciencia – incansable aliento;
Humildad – pese a orgullo y desdén;
Instinto y estudio; amor y odio;
Audacia – reverencia. Se deben aunar,
Y del corazón místico de Jacob formar parte,
Para enfrentar la lucha con el ángel: Arte.

Como dijo Drummond de Andrade: «Luchar con las palabras es la lucha más vana… Son muchas, yo poco.» Melville luchó con ellas mientras pudo, después se fue, y las visitaba por gusto. Se exilió, con todo lo que eso conlleva: el desarraigo forzoso, disgustado, con ganas de volver. Melville sufrió el exilio de la palabra. Se ve forzado a dejar de trabajarlas como un modo de vida para ganarse el pan en un puesto anodino en aduanas. Pero no abandona la lucha y se dedica a la poesía. Cuando se muere, la gente ya creía que estaba muerto hacía mucho. Quizás se sintiera muerto hacía mucho, como se sienten muchos exiliados: muertos en vida.

Dice Roberto Bolaño:

Para algunos escritores exiliarse es abandonar la casa paterna, para otros abandonar el pueblo o la ciudad de la infancia, para otros, más radicalmente, crecer. Hay exilios que duran toda una vida y otros que duran un fin de semana. Bartleby, que prefiere no irse, es un exiliado absoluto, un extraterrestre en el planeta Tierra. Melville, que siempre se estuvo yendo, no conoció -o no sufrió- la frialdad de la palabra exilio.

Pero creo que Bolaño se olvidó de que Melville, en algún punto, también era Bartleby, también preferiría no hacerlo, también prefirió no irse. Melville también era un exiliado absoluto.

Sufragistas y la tragedia

El concepto de tragedia ha cambiado a lo largo de los siglos aunque su fachada parezca siempre la misma. Para los griegos, la tragedia abarcaba la acción humana intrínsecamente vinculada a la metafísica, mientras que el medioevo y el renacimiento obviaron la metafísica para incorporarle un contenido claramente moral. La tragedia empezó a desplegar un abanico de emociones que contraponían la maldad y su consecuente infelicidad, por un lado, y la bondad con la felicidad, por otro. El héroe trágico dejó de desplegar en el escenario todo el drama de la naturaleza humana para ser un individuo que se debatía entre el bien y el mal. La tragedia dejó de ser un hecho colectivo para ser un drama individual.

No obstante, la palabra tragedia ha permanecido como si su sentido siguiera siendo unitario, aunque ha habido un movimiento complicado en ese vaciamiento de contenido. Los estudios trágicos, la academia fundamentalmente, y personas de alta cultura, empezaron a diferenciar la tragedia (auténtica herencia griega) de un «mero» accidente. Así, hay cierto pudor al decir que es una tragedia descubrir aun hoy el trabajo esclavo o que miles de personas se mueran por un terremoto. Tragedia debería de ser una representación heroica de hechos trascendentales, en términos estrictos o estrictamente académicos.

Cuando hablamos de revolución, solemos pensar en violencia, pero hay una infinidad de acciones silenciosas que transcurren antes y después de un acto de desorden que, mediante el desprecio y la condescendencia, son relegadas a la oscuridad, a la par que, al destacar solo los aspectos más convulsos de un largo período histórico, se eliminan los matices y, en última instancia, el sentido profundo de la lucha. También es verdad que la tragedia suele contraponerse a la revolución, más asociada a la épica. Además, lo trágico se vincula a un héroe, no a una experiencia social, mientras que lo social ha perdido un sentido trágico, como bien lo señala Raymond Williams en su obra «La tragedia moderna». A su vez, una época de revoluciones suele exponer a cierta indiferencia, que aleja de la acción, a los que no están directamente involucrados en ella. Esa indiferencia ante el dolor del otro se convierte, en términos de Williams, en una estructura de sentimientos. La estructura de sentimientos, similar a la idea de habitus de Bourdieu, se refiere al modo en el que las prácticas y hábitos sociales y mentales se arraigan, marcado por su contexto histórico y más claramente visible en las obras de arte. O, como lo parafrasea Edward Said, «un amalgama coherente de prácticas que vinculan el hábito con la habitabilidad».

Hay una escena en la película «Sufragistas» que explica toda esa teoría de Raymond Williams con arte y por la que merece la pena verla: cuando la protagonista habla ante los Lores y cuenta el sufrimiento de su vida, de la de su madre y de la de tantas otras mujeres que trabajan con ella; vidas cortas, enfermedades, acoso, paga injusta y, para colmo, controladas y asfixiadas por los hombres.  Los señores, muy aseñorados, se asombran, como si nunca hubiesen escuchado nada igual, indignados con la bajeza de una vida tan lejana a las suyas. Además, se muestran visiblemente confusos con la dignidad de la mujer que les habla y la miseria de su vida, como si se tratase de una contradicción. El resultado de todo aquel teatro, siendo consecuentes con sus sentimientos, no solo hacia la mujer que tenían delante de ellos sino también hacia el cincuenta por ciento restante de la humanidad, debería haber sido la concesión del voto femenino. Pero no, y aquí están algunas causas.

Primero, la disociación entre lo que ellos asisten y su respuesta, porque allí el drama se presenta como algo individual, y, supongamos, que fuesen incapaces (por ingenuidad o torpeza histórica) de ponerse en los zapatos de la mujer. Segundo, y más importante, hay una intención de seguir ocultando un hecho «inconsciente y habitual», en las palabras de Raymond Williams, porque se trata de algo que le ocurre a una persona, por lo que se convierte en un hecho despreciativo en términos trágicos, a partir del cual, además, se esperaría una acción del espectador, cuando en este caso, el espectador tiene especial interés en denigrar ese hecho.

Hoy, no mucho tiempo después de conseguir las mujeres su derecho al voto, encontramos una cierta relajación y normalización de la lucha feminista: las mujeres pueden votar, las mujeres pueden trabajar, las mujeres pueden andar solas por la calle e ir adónde quieran (con todas las debidas excepciones respecto a condición social, color de piel, ubicación, etc.), pero ¿eso quiere decir que la lucha ha terminado? Está claro que no. Las mujeres votan, pero tienen aún poca participación en la política, las mujeres siguen cobrando sueldos inferiores a sus pares masculinos por hacer el mismo trabajo, las mujeres aún no tienen el derecho real y simbólico sobre sus propios cuerpos, a menudo convertidos en meros receptáculos de interés sexual, por lo que el simple acto de caminar por la calle sola por la noche es, a veces, imposible. La mujer hoy puede tener la custodia de sus hijos, pero el mundo laboral aún no es flexible para ella (como tampoco lo es, de hecho, para el hombre que tiene la custodia). La mujer sigue siendo la principal cuidadora de los niños y ancianos aunque en muchos países aún no tiene el derecho a elegir si seguir adelante con un embarazo o no.

Hay una normalización de la tragedia, un vaciamiento de su contenido más duro, para mostrar a la mujer como ser bello, romántico, capaz de cosas maravillosas (aunque no tenga el apoyo necesario para hacerlo). Hace falta un re-conocimiento de la situación para que se aprecie el feminismo como una revolución continua. ¿Cuántxs de nosotrxs nos hemos preguntado por qué no había habido anteriormente películas sobre las sufragistas o por qué, si las había, no las recordábamos? Porque en la estructura de sentimientos en la que estamos, y siempre hemos estado, la mujer puede ser diosa, pero no puede ser mujer, aunque las diosas no existan. «Las sufragistas» es una película trágica, la situación de las mujeres aún es trágica y la lucha continúa.

Referencias:

Raymond Williams. La tragedia moderna. Editorial Edhasa, Buenos Aires.

«Sufragistas», dirigida por Sarah Gavron (2015).

 

Mansplaining: una nueva palabra en busca de traducción

mansplain

El inglés es una lengua sumamente creativa y plástica, tanto es así que el diccionario Oxford y otras instituciones interesadas en el desarrollo del idioma conceden el premio de la palabra del año (Word of the Year Award) a las palabras más ingeniosas y novedosas que se vuelven importantes en una determinada época. En el 2010, «mansplainer» (fusión de man + explainer) fue una de las candidatas a tal premio.  Rebecca Solnit, considerada la creadora del término, en su libro «Men explain things to me», pero también en su activismo y participación diaria en las redes sociales, como Facebook y Twitter, habla de una práctica bastante masculina de no dejar que una mujer termine lo que está diciendo. Se mete e intenta concluir el pensamiento de su interlocutora. Otras veces, se empeña en explicar cosas sin preguntar si ella sabe algo sobre la cuestión, de manera complaciente. En su artículo para el Los Angeles Times, «Men who explain things«, ella da el ejemplo de una situación que vivió en una fiesta en la que un hombre hablaba sobre un libro interesantísimo (que no había leído), pero que venía siendo muy aclamado, por el New York Times, etc. Mientras lo describía, Rebecca pensaba que se trataba de otro libro muy parecido al suyo, pero su amiga le dijo al Sr. Importantísimo (como ella lo llama): «ella escribió ese libro». Pero él no la escuchaba. Tuvo que decírselo tres o cuatro veces hasta que el hombre cayó en la cuenta de que tenía delante de sí la misma escritora de ese libro tan interesante. Rebecca Solnit, en su artículo, comenta:

«Los hombres me explican cosas a mí, y a otras mujeres, sepan o no de lo que están hablando. Algunos hombres. Todas las mujeres saben lo que quiero decir. Es la presunción que molesta, a veces, cualquier mujer en cualquier campo; que hace que las mujeres no se expresen y no sean escuchadas cuando osan expresarse; que aplasta a las jóvenes en su silencio señalando, del mismo modo que el abuso en la calle también lo hace, que éste no es su mundo. Nos entrena a dudarnos de nosotras mismas y a autolimitarnos del mismo modo que ejercita el exceso de confianza desprovisto de base en el hombre.

Ese síndrome es algo que prácticamente todas las mujeres  enfrentan a diario, también dentro de sí mismas, una creencia en su superfluidad, una invitación al silencio, algo del cual una carrera bastante digna como escritora (con mucha investigación y hechos correctamente empleados) no ha logrado liberarme del todo. Al fin y al cabo, hubo un momento allí en el que yo estaba dispuesta a creer en el Sr. Importantísimo y su confianza arrogante por encima de mi certidumbre temblorosa.

Versiones más extremas de ese síndrome existen en, por ejemplo, los países islámicos en los cuales el testigo de una mujer carece de estatus jurídico; de modo que una mujer no puede atestar que ha sido violada sin un testigo masculino que enfrente al violador. Algo que raramente existe.»

Las palabras describen hechos concretos, de la mente, del mundo real, del sueño. Nombrar, ya desde el Génesis, es dar a luz; lo que carece de nombre no existe. Tantas cosas existían antes de que fuesen nombradas, sean hechos físicos como procesos mentales, la gravedad o el inconsciente, pero nombrarlas les da una entidad individual, que permite que sean estudiadas, analizadas, observadas y comprendidas. El «mansplaining» es un hecho que atraviesa culturas. Como lo dice Solnit, y nunca está demás enfatizarlo, no todos los hombres lo hacen. Muchos sí. Es una práctica a la que estar atentos, hombres y mujeres sensibles al otro, al otro como igual, como par. Traducir «mansplaining» sería asumir que ese hecho también existe en castellano, entre nosotros.

La palabra «explicar» tiene una etimología interesante. «Plica», en latín, quiere decir pliegue, como los pliegues de una tela, mientras que el «ex», entre otras cosas, da la idea de abrir y cerrar. De ahí, ex-plicar es lo mismo que desdoblar, aclarar, allanar. Si nos ponemos serios, «androplicar» (¿una posible traducción para mansplain?) sería algo como complicar las cosas al estilo masculino, plegar como un hombre. Queda raro y retorcido. ¿Pero no será que cuando un hombre quiere explicar lo que una mujer ya sabe, o cuando no la deja terminar su frase o cuando quiere, de un modo u otro, callarla, lo que está haciendo no es retorcer una situación que, en su normalidad, en la igualdad, es tan sencilla como dos personas que tienen voz e igual derecho de alzarla como mejor le parezca? Androplicar es, entonces, plegar y cerrar el discurso, doblar la mujer para encerrarla en su silencio, doblegarla.

Seguramente es un verbo cuya definición encontrará eco en más de una mujer. Teníamos el hecho, ahora tenemos la palabra, nos falta conocerlo y reconocerlo y, quizás, en un futuro, superarlo.

 

*Traducción aquí realizada por la autora del blog.

Más información:

Aquí una entrevista con Rebecca Solnit sobre la invención de la palabra mansplain.

 

El mundo de Rebecca Solnit

rebecca solnit

Hace poco leí un comentario en internet que decía «no sé por qué leo cualquier cosa que no sea de Rebecca Solnit» y así me sentí durante y después de terminar la lectura de «The faraway nearby». Su escritura es tan personal, poética y a la vez repleta de hechos históricos e científicos, que uno siente que se acerca a un mundo nuevo que nos ayuda a ensanchar nuestro propio mundo. Ese libro trata, principalmente, de como nuestras vidas están construídas a partir de historias. En la primera página dice:

«We tell ourselves stories in order to live, or to justify taking lives, even our own, by violence or by numbness and the failure to live; tell ourselves stories that save us and stories that are quicksand in which we thrash and the well in which we drown, stories of justification, of accursedness, of luck and star-crossed love, or versions clad in the cynicism that is at times a very elegant garment.»

«Nos contamos historias a nosotros mismos para vivir, o para justificar el hecho de quitar vidas, incluso la nuestra, por violencia o por entumecimiento y la incapacidad de vivir; nos contamos historias que nos salvan e historias que son como arenas movedizas en las que nos revolcamos y el pozo en el que nos ahogamos, historias de justificación, de maldición, de suerte y de amor desventurado, or versiones cubiertas de cinismo que es, a veces, un atavío bastante elegante.»

El libro parte de un acontecimiento sorprendente: ella «hereda» varios quilos de albaricoque del huerto de su madre, que ha dejado su casa para vivir en un hospital para enfermos de Alzheimer. A partir de ahí, ella narra la relación enfermiza que ha tenido con su madre toda la vida, la historia de Mary Shelley, su pasión por el frio y cómo ella fue a vivir a Islandia por 6 meses, la historia de Che Guevara, cuenta sobre la lepra, el arte, el zen budismo y la historia de un aventurero entre esquimales a principio de siglo. Todo eso y mucho más… literalmente, mucho más. Y todo de forma entrelazada. Uno podría pensar cómo puede ser que alguien sepa de tantas cosas, pero la incógnita es otra: ¿cómo ella es capaz de conectar temas y lugares tan diversos… y hacerlo con arte y dulzura?

Los lugares lo son todo para la autora. A partir de cada sitio y cada recorrido ella es capaz de deambular por vericuetos inusitados de la mente y de la historia de la humanidad (o de los insectos, y con la misma fuerza y relevancia). «The faraway nearby» está repleto de paisajes fríos y misteriosos. Las personas son producto de sus entornos, y de su interacción con ellos surgen historias que se conectan y se abren hacia nuevos rumbos. Así, el espacio metafórico de la mente y el espacio físico son igualmente reales y tienen el mismo peso en nuestras vidas.

El mundo de Rebecca Solnit se ha abierto para mí y no sé por qué hay algo en él que me recuerda el universo de Wes Anderson, esa casita de muñecas llena de preciosismos, pero, en el caso de esta autora, lo que ofrece es una muñeca rusa que se despliega en un laberinto: se saca una muñeca de otra y se abre un camino hacia lo desconocido. El libro tiene esa misma estructura laberíntica, y no sorprende que ella misma saque ese tema, explicando la diferencia tan interesante entre maze y labyrinth. Creo que queda claro que es muy difícil siquiera hablar del libro, del enmarañado de historias, de esas memorias mezcladas con ensayos poéticos y pequeñas iluminaciones. Es un mundo al que hay que acercarse para, de la mano de la autora, ir muy lejos, por trayectos inesperados, marcados por la melancolía, la honestidad y la compasión.

La editorial Capitán Swing ha publicado «Wanderlust: una historia del caminar», pero esperamos que otros libros suyos sean traducidos pronto al castellano.

 

 

 

 

 

 

La mirada del otro en «Americanah», de Chimamanda Ngozi Adichie

Americanah

Americanah es una novela que narra el contexto en el Ifemelu, la personaje principal, elige el exilio, luego su vida en el exilio y, después, su regreso a Nigeria. En el exilio uno empieza a mirarse y a plantearse cómo es visto por el otro, como si buscase en el espejo no una imagen de sí mismo, sino la imagen que el otro ve. Lo que es crucial en esa expectativa es que la imagen reflejada viene cargada de la historia del otro, de la cultura del otro, como de hecho son todas as miradas, y es, entonces, un collage que abarca no solo lo que uno es, sino lo que proyecta (o piensa que proyecta) y también lo que el otro proyecta en uno. La identidad resultante tiene una autoconsciencia exacerbada por la presencia constante de la mirada ajena, lo que carga las acciones del exiliado con un aire performático: uno hace lo que se supone que el otro supone que uno haría. Esa relación intrincada entre la mirada propia y la ajena es lo que está por detrás de gran parte de la novela de Chimamanda Ngozi Adichie, y es lo que la hace interesante y a la vez tan sencilla.

Al mudarse de Nigeria a Estados Unidos, Ifemelu, la heroína de la novela toma consciencia sobre sí misma a partir de nuevas categorías que pasa a conocer en su nuevo país. Allí ella se vuelve «negra», y no porque no lo fuese antes, sino que la raza empieza a existir como categoría válida, justamente en un lugar donde las diferencias raciales son también de clase y, por ende, adquieren el peso de una cuestión política. Lo mismo pasa con el pelo y con su ropa: ella a principio cede e intenta convertirse en la imagen que los americanos (negros o no) veen de ella. Se viste diferente, alisa su pelo y hasta su forma de hablar tiende a ceder, usando el acento americano en remplazo de su inglés nigeriano natal, para facilitar la fagocitosis que implica, a menudo, ser acepta e integrarse en la comunidad que la recibe.

«And with the accent emerged a new persona, apologetic and self-abasing.» (p.108) – «Y con el acento emergía una nueva persona, servicial y autodenigrante.»

Esta breve frase resume gran parte de lo que preocupa Adichie en el libro. Aquí ella se refiere a su Tía Uju que vive también en EEUU y ha empezado a hablar con el acento americano. Al hacerlo, empieza un acto, una dramatización, una «nueva persona» en el sentido teatral, que, a su vez, se desarrolla del modo que supone que el otro supone que ella actuaría. No se trata de que el otro creyera que debiese de actuar de un modo u otro, sino algo mucho más sutil. Ella incorpora la suposición de la suposición del otro, sin embargo, el despliegue de esa persona/personaje está cargado de negatividad. ¿Qué supone Tía Uju que los americanos suponen (no «saben») que los africanos hacen? Que son serviciales y que se rebajan ante los demás, por lo inferiores que son y porque se sienten eternamente deudores y agraciados ante aquellos que los reciben en su país. Ella recrea la historia que el otro conoce de África, una historia carente de matices o de profundidad, diseminada por telediarios y la cultura popular, y al hacerlo, pierde la oportunidad de mostrarse tal cual es, es su riqueza, y de dar a conocer la historia verdadera, o al menos su propia historia.

Por otro lado, está una reconstrucción de la identidad a partir de la incorporación de nuevos valores y prácticas cotidianas, como los sabores («do not expect to have hot food for lunch»), el pelo lacio («if you have braids, they will think you are unprofessional») o un cuerpo nuevo (por ser considerada «gorda» cuando en su país no lo era).

Americanah narra también la pérdida del sentido del hogar y de como se construyen lo que la autora llama de «mythologies of home«, que definen los límites de lo que es o no el hogar: quién puede burlarse de quién, la comprensión de los modos de actuar y de pensar de un conterráneo, la falta de necesidad de explicar y de explicarse. En esta novela también existe (como otras de la que hemos hablado aquí, como Ciudad abierta, de Teju Cole, o El extranjero, de Albert Camus) un silencio fundamental del exilio, porque hay experiencias que solo otro exiliado conoce y porque es imposible explicar toda una cultura, todo un mundo, toda una historia que el exiliado trae en su equipaje. A la vez, el que está en su país nunca ha tenido la necesidad de desglosar los elementos que componen su propia identidad. Todo se da por hecho y eso es lo normal. El extranjero es capaz de poner en evidencia, a veces para el disgusto del nativo, las contradicciones de la cultura local, porque se encuentra en el limbo que lo exime de lealtades territoriales o culturales. El blog que escribe Ifemelu sobre cuestiones raciales es un producto de esa libertad, como también lo es la voz que lo escribe, más suelta y más graciosa, totalmente distinta de la que ella tiene a lo largo de la novela.

La relación de Ifemelu con Obinze, su amor de juventud, y también la experiencia de éste en el exilio, tan diferente de la de ella, son el telón de fondo que la autora usa para tejer una narrativa densa, con personajes ricos y variados, una Odisea moderna en la que, como el clásico, lo que importa es el camino que conduce a casa y, además, deja la misma pregunta, si es posible quedarse en casa después de estar tantos años fuera.

 

El silencio de Julius

ciudad abierta

Para cualquier recién llegado a una ciudad, en la que uno conoce a pocos o a nadie, la forma más fácil de conocer la cultura local es pateándola. Lo mejor sería conocer personas, charlar, recabar información de primera mano, pero al contrario de la ciudad, las personas pueden no ser tan accesibles y conocerlas depende de una mutua disposición, de un encuentro, de tiempo, de una confluencia de elementos y ánimos. La ciudad no es así. La ciudad se abre al que quiere conocerla, incluso sin revelar sus secretos, sus misterios, sus entrelineas, sus letras pequeñas o, como ha dicho Teju Cole, sus fantasmas.

Julius, el protagonista de Ciudad Abierta, de Teju Cole (Acantilado), nos lleva de paseo por Nueva York, Bruselas y Lagos, en el mejor estilo sebaldiano (su influencia incontestable) pero, más que nada,  nos conduce por los vericuetos de una identidad formada por el desarraigo. Recorrer la ciudad es pasearse por la historia de ese lugar, de ese país y, especialmente, de uno mismo, haciendo una especie de mapa mental de cómo uno llego a estar donde está, qué hicieron sus antepasados, qué dolores antiguos hacen que hoy le aprieten los zapatos.

Julius está solo, casi siempre solo, excepto en algunas escasas conversaciones en las que no logra profundizar un tema. Hablando con su ex profesor, él quiere contar de sus paseos desenfrenados por la ciudad, pero no logra hacerlo: «I told him little about my walks, and wanted to tell him more, but didn’t have the right purchase on what it was I was trying to say about the solitary territory my mind had been crisscrossing» (p.12). En otra oportunidad, cuando una chica le revela una maldad que él mismo cometió hacía años, de la que no tenía recuerdos, ella misma dice que sabía que él no diría nada. Es un hombre incapaz de comunicarse de verdad, de desarrollar la empatía necesaria para un verdadero intercambio. El silencio de Julius viene, por un lado, de la distancia.

La única excepción es una charla en la que sí se profundiza el tema de la relación entre el imperio y los colonizados, haciendo un repaso de las teorías poscoloniales y del Orientalismo de Said. Pero aun allí Julius se calla, intenta alejarse de Faruk y lo tilda de extremista.

Julius es un médico nigeriano que hace su residencia en un hospital psiquiátrico en Nueva York. Él es negro, pero hijo de madre blanca y alemana, lo que lo convierte en casi blanco en Nigeria, pero indiscutiblemente negro en Estados Unidos. La identidad fragmentada le ha pillado en la cuna. Y es la herencia cultural europea la que él elige: le gusta la música clásica, el arte, la literatura. Él intenta no estar pendiente de hecho de que es un negro en lugares donde hay una mayoría blanco, sea en el hospital o en la ópera o en los restaurantes de Bruselas, pero también es consciente de que su color de piel le da libertad para caminar por el Harlem por la noche.

Si el campo de concentración es el elemento oculto de Austerlitz, la espléndida novela de Sebald, el fantasma que acecha cada página de Ciudad Abierta son los atentados de 9/11 y también el racismo que, hasta poco tiempo, le hubiera coartado su libertad. Sus paseos desembocan en el Ground Zero o bien en un lugar donde décadas atrás había sido un cementerio de esclavos y así acerca la brecha entre pasado y futuro: «The site was a palimpsest, as was all the city, written, erased, rewritten» (p. 59).

Esa mirada perspicaz se ubica entre pasado y presente, lo que la hace capaz de comprender causas y consecuencias, desvendar los artificios que se ocultan detrás de los modos de obrar y pensar del presente y que están anclados en prácticas arraigadas, institucionalizadas, a las que ya no se cuestionan. Es una perspectiva que lo pone en una especie de limbo, un tiempo y espacio suspendidos desde donde se aprovecha la ventaja del punto de observación exterior pero que, como contrapunto, no permiten entablar una relación de igualdad y de verdadera empatía con sus contemporáneos.

El libro está lleno de ejemplos de esa falta de empatía. Julius no entiende las quejas de su ex novia a tal punto de que no era capaz de siquiera relacionarlas con su propia vida. No se siente unido a otros que son de su continente y, de hecho, les tiene desprecio. Su identidad está anclada en desarraigos elementales, de su raza, de su país y del prójimo, pero carece de lenguaje para hablar de ello. Quizás se sienta más europeo que africano y se crea superior a los demás (en diversos pasajes él se presenta a sí mismo como un héroe o como el que sabe hacer las cosas bien) y algo así no se debe verbalizar. Es un silencio que es necesario mantener.

La ambigüedad de su identidad se plasma también en la noción de doble que aparece en la obra. Él es como un Dr. Jekyll y Mr. Hyde que no logra ver lo que hace su lado negro; o, lo que es peor aun, no tiene conciencia de que tiene ese lado negro. No lo oculta, simplemente lo tiene sublimado.

Cuando uno llega al final de Ciudad abierta la pregunta que uno hace es si, de hecho, lo que acabamos de leer es la historia de lo que él ha vivido o de las historias que se contó a sí mismo para sobrellevar el dolor o, incluso, el hecho de que él es un hombre como cualquier otro, con sus riquezas y miserias, algo que parece no tener de todo aceptado. Su silencio representa el reverso de la ciudad abierta porque lo retrae hacia sí mismo, lo aleja de su entorno y lo encierra en un caparazón.

Aquí se puede leer las primeras páginas de Ciudad Abierta, de Teju Cole.

 

El silencio viril de Mersault

10386825_506901139449764_2787233303127697266_n

Obra del artista murciano Lido Rico

 

En su ensayo sobre «El extranjero», Sartre llama la atención a una característica del hombre absurdo que Camus saca a a la luz en «El mito de Sísifo» y que resultó ser uno de los aspectos más intrigantes sobre la personalidad de Mersault, el personaje principal de la obra. Primero, porque ni Camus ni Sartre lo desarrollan con claridad, y tampoco explican la elección del adjetivo: ¿habría un silencio propio del hombre y otro silencio propio de la mujer o el silencio viril se opondría, digamos, una la cháchara femenina? La defensa que hace Sartre del silencio como modo auténtico de hablar, recurriendo a citas de Heidegger y Kierkegaard, parece olvidarse que si es verdad que el silencio puede valer tanto o más que mil palabras, siempre que sea una elección consciente frente al verbo, cuando se trata del acto de callarse ante la maldad o la ignominia, el silencio también puede implicar consentimiento u omisión, lo que sería diametralmente opuesto a cualquier posibilidad de acción política.

La primera vez que leí «El extranjero» en la adolescencia, el libro me impactó, pero, me acuerdo, no entendí el porqué del título. Es decir, no entendí el libro. Una relectura más de veinte años después y, ahora, en condición de extranjera, el texto se ha abierto de una forma que me resultó interesante y contradictoria (principalmente a la luz del ensayo de Sartre), y el silencio de Mersault, cargado de absurdo, cobra otros sentidos que, por un lado, van más allá de la virilidad y, por otro, definen el modo de actuar de algunos hombres (en contraposición, quizás, al de las mujeres).

En una lectura superficial, Mersault está sencillamente aburrido, anonadado, ni feliz ni infeliz, y su silencio parece venir de una dejadez nihilista. No obstante, yo diría que, al contrario, se trata de una elección razonada, aunque ese razonamiento se diese, en el tiempo, antes del período retratado en el libro. Dice Mersault: «había perdido un poco la costumbre de interrogarme», es decir, antes lo hacía y parece haber llegado a la conclusión de que no valía la pena, porque la vida, al fin y al cabo, carecía de sentido. Pero su perspicacia se hace notar en diferentes momentos del texto; a pesar de lejano, cerrado e insensible, él sí entiende las acciones de los otros, como podemos ver en esta parte en que se adelanta al razonamiento que hace el juez que lo interroga:

«Tal era su convicción, y si alguna vez llegara a dudar, la vida no tendría sentido: ‘¿Quiere usted -exclamó (el juez)- que mi vida carezca de sentido?'»

En su lucidez, entiende la vida como algo sin sentido y que las personas otorgan sentidos construidos o inventados a sus acciones para no caer en el abismo. De hecho, no es difícil ni disparatado leer «El extranjero» en la clave de la obra de Erving Goffman «La presentación de la persona en la vida cotidiana». Goffman usaba la metáfora del teatro para explicar el comportamiento del individuo en sociedad: las personas representan diferentes roles, poniéndose una máscara adecuada para cada situación. Uno no se comporta en el trabajo como lo hace en su casa, sino que aprende las reglas del juego, o de la obra que se representa allí, y actúa según se espera que actúe. Ser incapaz de identificar esas reglas y de cambiar el rol según el contexto demuestra una inadaptación o patología del individuo en sociedad.

Hablando de su juicio, Mersault afirma:

«Todo era natural, tan bien dispuesto y tan sobriamente representado, que tenía la ridícula impresión de ‘formar parte de la familia’.»

Formar parte de la familia es aceptar participar de la representación, del acto que la gente acepta desplegar. En el momento en que se cuestiona esa representación, los andamios de la vida social empiezan a desmoronarse. Pero ¿quién mejor que un extranjero para detectar las máscaras y la representación de la sociedad en la que se encuentra? El extranjero, como un sociólogo que analiza interacciones sociales hasta cierto punto desde fuera, es capaz de describir su entorno con más crudeza porque no está entre los que crearon sus reglas, es siempre un observador externo, no participante. Por eso está en una posición que le permite ver las representación, identificar dónde empieza el acto, cuándo se ponen las máscaras y ver algunas de las contradicciones características de cualquier significación social (producto tanto de la legitimación como de la institucionalización). Es una posición de «ventaja», pero la sociedad que recibe el extranjero espera que se dé la asimilación. En el momento en que él no quiere comulgar con los otros, se vuelve incomprensible y absurdo. Mersault es un extranjero porque se aísla de su propia sociedad apartándose del proceso de significación del obrar y dejándose de involucrarse emocionalmente con su entorno. «Uno acaba por acostumbrarse a todo», dice, y él termina por acostumbrarse a ese limbo en el que vive entre el pasado y el futuro, sin adueñarse tampoco del presente. El silencio (viril) de Mersault es un rechazo a la convivencia en sociedad, en una elección por el abismo que sería casi sinónimo de anomia.

«…cuando el vacío de un corazón, tal como se descubre en este hombre, se transforma en un abismo en el que la sociedad puede sucumbir.»

La «mostruosidad» de Mersault reside justamente en su ser extranjero en su propia sociedad: no formar parte, no confraternizar con los valores, no sentirse aferrado a ella de ningún modo, ser indiferente a su entorno. Su silencio, en tanto extranjero, va más allá de un acto viril, sino que atañe a cualquier hombre o mujer que elija (aun fuera de un extremo patológico, como el de Mersault) vivir sin implicarse emocionalmente con su entorno, sin adueñarse de lo que le rodea y (re)construir sus bases a partir de unos actos ya legitimados e institucionalizados. En «El mito de Sísifo», Camus dice:

«Pero los hombres que viven de esperanza se acomodan mal a este universo donde la bondad cede su puesto a la generosidad, la ternura al silencio viril, la comunión al valor solitario.»

Esos hombres que viven de esperanza son los que creen en un más allá, en un Dios o una posteridad que le dará significado a la vida, mientras que el hombre absurdo vive el presente sin cuestionarlo y encarna tanto ese silencio viril como el valor solitario, características claras de Mersault. Su extranjerismo opcional hace señas, entonces, a la irresponsabilidad que implica no envolverse con el presente, ni cuestionarse el pasado ni plantearse el futuro. El extranjero como sinónimo del hombre absurdo es apolítico porque cualquier acción con arreglo a fines comunitarios carece de sentido. Entendemos, entonces, que la virilidad aquí una característica del ser humano, no solamente del género masculino

Por otro lado, si el silencio es visto como una característica propia del hombre, como una ventaja del hombre sobre la mujer que, supuestamente, hablaría incluso cuando no tendría nada útil que decir, lo que Camus muestra en su obra es, entonces, que el sexo masculino es incapaz de tener empatía con su entorno y no solo se calla sino que comete crímenes protegiéndose detrás de un silencio aparentemente superior. Si la virilidad del silencio es digna de jactancia, según lo expresa Sartre, como consecuencia también lo es el crimen y el status quo. Es cierto que eso explicaría en gran medida, pero hasta cierto punto, el silencio viril ante las desigualdades de género, por ejemplo, de clases o cualquier tipo de atrocidad, como el mismo crimen de Mersault, lo que significaría igualar al hombre, en su virilidad muda, a un parásito, insensible, inmueble, desprovisto de voluntad.

No queda duda de que ni Sarte ni Camus tenían esa intención. «El extranjero» señala la herida para que se pueda curarla. Como dice el mismo Camus en «El mito de Sísifo», una ilustración no es un modelo a ser seguido. Mersault se nos planta delante del espejo no para generar la identificación infantil entre lector y personaje, sino para preguntarnos hasta dónde somos capaces de actuar como él, de callarnos y de no involucrarnos con el presente que nos acoge. Si decidimos ser extranjeros en nuestra propia tierra, no hace falta describir las consecuencias, que ya se ven por doquier, con hombres y mujeres que rehúsan razonar y cuestionar las máscaras que los esconden detrás del «hábito y la diversión», como lo señaló Sartre.

Libros citados aquí:

Simone Weil y la necesidad de echar raíces

Cuando T.S. Eliot dijo que debíamos de tener paciencia con Simone Weil, después que él hubiese leído toda su obra, no estaba exagerando. En un primer contacto, que es lo que he tenido hasta ahora (y solo escribo esto como ejercicio de lectura, más que como reseña o opinión definitiva sobre su texto), paciencia es la palabra clave. Su optimismo, aunque tierno y embebido de la lectura de Saint-Simon, Marx y Rousseau (además de Jacques Maritain, como ella misma dice), sorprende por dos lados: por uno, que alguien que vivió la aspereza del trabajo la industria metalúrgica, que se aventuró por la Guerra Civil Española, que quiso no solo teorizar sobre las necesidades de los trabajadores y de los más necesitados, sino también vivirlas en su propia piel, pudiese mantener esa esperanza y una mirada incorruptible sobre el corazón humano; por otro, que después de tantos años, muchas de sus apreciaciones sobre el trabajo y la miseria que éste trae a tanta gente y también sobre la educación y sus designios sigan siendo actuales.

Quizás leerla hoy día, después del fracaso de los países socialistas, del descaso por la vida espiritual (laica o religiosa), del fracaso de la educación y, en buena medida, incluso del Estado de bienestar, nos pone un poco ante un texto casi histórico, sin relación viva aparente con el presente. En ese sentido, todo lo que ella supone ser universal, como las necesidades del alma (entre ellas, la necesidad de arraigo), pierden fuerza y validez ante los sinfín de contraargumentos que podemos presentarle.

No obstante, lo que más me interesa en su texto, y el motivo por el cual lo he leído, es la cuestión del arraigo, de echar raíces, como el dice el título en castellano. En francés, enracinement, se refiere tanto al hecho de arraigarse como al de asimilarse e integrarse, y eso resulta bastante interesante. Pero el desarraigo de que ella habla es bastante similar a la alienación de los medios de producción de la que habla Marx. Es difícil encontrar los límites, las diferencias entre uno y otro término. Para ella, el desarraigo también ocurre mediante la dominación económico-cultural o territorial y ella se centra esencialmente en el proletariado y sus problemas. Incapaz de realizarse espiritualmente en el trabajo, el  hombre se desvincula de su entorno y de la historia porque es incapaz de aprehender el mundo que lo rodea. Ese es, en esencia, el desarraigo del que habla Simone Weil.

No obstante, su definición de arraigo es bastante interesante y es lo que aquí nos interesa:

«Tener raíces es quizás la necesidad más importante y menos reconocida del alma humana. Es la más difícil de definir. Un ser humano tiene raíces en virtud de su participación real, activa y natural en la vida de una comunidad que conserva en su forma viva ciertos tesoros específicos del pasado y ciertas expectativas específicas para el futuro.» (p. 43)

Hay en esa definición tres componentes esenciales: 1) el hecho de que el arraigo es una necesidad humana; 2) que es una relación entre el individuo y una comunidad; y 3) la relación entre el pasado y el futuro. En tanto necesidad humana, la clave es la universalidad; no importa la raza, nacionalidad, sexo, el arraigo forma parte de la constitución del hombre en su plenitud y su ausencia representa para el espíritu lo que el alimento representa para el cuerpo.

El segundo componente es específicamente político. No obstante, por un lado, la relación entre el individuo y su comunidad puede no ser siempre sana. Tomemos el ejemplo del que más habla Simone Weil, que es la sociedad francesa bajo el gobierno de Vichy, o cualquier comunidad subyugada, como es el caso de las dictaduras en España o América Latina o los regímenes autoritarios de Oriente Medio que expulsaron a tantos intelectuales hacia Europa, Estados Unidos o a cualquier sitio donde pudiesen pensar y escribir libremente (otra necesidad humana de la que habla Weil). Por otro, incluso en una sociedad que cuida a sus miembros, como la más utópica que puede suponer Weil (y ella, de hecho, supone que existiría o existirá), un individuo puede, por necesidades personales (de aventura, de trabajo -y más aún en los días de hoy-, de relaciones íntimas), cambiar de país, de ciudad, es decir, dejar atrás su comunidad de origen con todo lo que eso implica. ¿Cómo se satisface, en esos dos casos, la necesidad de echar raíces? En el primer caso, eso va más allá de las capacidades de un individuo, no depende de él e, incluso, puede no haber solución en toda su vida. ¿Es posible, entonces, crear nuevas raíces y olvidarse del lugar donde uno ha nacido o crecido? De ser posible, ¿cuáles son las consecuencias para el individuo? Por las implicaciones de enracinement que mencionamos antes, parecería que la asilimación sería similar al arraigo, pero eso propondría nuevos desafíos a la cuestión de la identidad, algo que Weil no aborda.

Finalmente, la comunidad como receptáculo de la historia que da continuidad a la vida de un individuo es uno de los aspectos más interesantes del abordaje de Weil. El desarraigado no tiene vínculos históricos con la comunidad que lo acoge y, por ende, su identidad se encuentra fragmentada. Esa forma de alienación es la que tiene consecuencias más devastadoras para el hombre, porque no es capaz de estructurar su futuro a partir de una continuidad compartida con sus conterráneos, que les da sentido a sus acciones y a sus ambiciones. Esa fragmentación es una característica de los tiempos que corren, algunos dirán que de la posmodernidad, y quizás Simone Weil no haya vivido lo suficiente para ver una de las consecuencias de la Guerra que la tragó: el hombre se ha desvinculado de la historia, lo dice ella, y al hacerlo, se desvincula de sí mismo, pero las consecuencias de ello, y como el individuo ha logrado vivir y convivir con identidades tan fragmentadas, es una antorcha que llevamos los de esta época.